Podemos estar contentos, pero no conformes. No hemos tenido la capacidad, ni siquiera la voluntad, en algunos casos, de construir una democracia plena. La que tenemos es, en ciertos casos, amoldada a los gustos, caprichos y antojos de los circunstanciales depositarios del poder. Sólo en el período 1983/1989, gracias a aquel gran demócrata que fue Raúl Alfonsín, reinó entre nosotros una verdadera democracia.
Estamos en deuda con el sistema democrático, ya que éste no se agota en el acto de la emisión del sufragio, sino que se construye día a día. Votamos, pero no exigimos de nuestros mandatarios que cumplan con nuestra Ley Fundamental. Y en muchas ocasiones permitimos que nuestras instituciones sean vulneradas una vez tras otra, porque premiamos con el voto a funcionarios que incurren en esos excesos.
Respecto de la calidad institucional de la democracia que hemos alcanzado después de 30 años, gran parte de la sociedad sostiene que hay una declinación del sistema y ello está asociado, en gran medida, a la lucha política derivada del deseo de perpetuación en el poder de quien lo ejerce circunstancialmente.
Esta declinación institucional también se observa en los Partidos Políticos, cuando son reemplazados por candidatos proclamados por grupos o facciones; sin que las diferencias entre propuestas sean dirimidas dentro de las instituciones partidarias.
¿Estamos entrando en el funcionamiento de una democracia sin partidos? Si fuera así, estaríamos yendo para atrás.
La idea de que una reelección indefinida es posible y además moralmente aceptable, ha generado la repetición de conductas políticas reñidas con la ética republicana que no deben ser aceptadas.
La democracia necesita reglas de juego, una cultura, un modo de vivir que esté metido en la gente. Todavía está el que cree que puede ejercer el poder sobre todas las cosas, el que busca la reelección para concentrarse en el poder y no en la política.
Sin dudas que todavía falta mucho. Nuestra democracia ha mostrado falencias en el manejo eficiente de los recursos públicos (por ejemplo, hemos triplicado los recursos que destinamos a la educación y tenemos un peor sistema educativo), pero con la base de la democracia y el aprendizaje de estos años debemos estar listos para encarar los desafíos que faltan con una real posibilidad de éxito.
Era común en otros tiempos reclamar un Golpe de Estado ante cualquier dificultad; pero hace 30 años descubrimos que esa no sólo no era la solución sino, en gran medida, el origen de los problemas. Esto nos hace ver cómo una sociedad logra generar cambios perdurables en sus valores sociales.
Hoy, cuando vemos como se llevan adelante políticas populistas, se necesitan, más que nunca, liderazgos honestos y creíbles para un nuevo cambio: el de la necesidad de una Argentina integrada al mundo y con un Estado que esté al servicio de la gente y no de los intereses del clientelismo político. Con ese complemento a nuestra ya consolidada democracia, sin duda un futuro promisorio se convertirá en una realidad cercana.
Cabria entonces abordar una última cuestión: ¿por qué Alfonsín es considerado el padre de la democracia?
Porque fue un presidente ejemplar; no intentó ser reelegido; fue quien derogó la ley de autoamnistía; fue quien impulsó los juicios a las juntas que terminaron en condenas ejemplares. Fue honesto. Enfrentó la insubordinación castrense en el momento en que los militares eran todavía factor de poder. Tuvo prestigio mundial. Pero lo más importante es que gobernó con objetivos estratégicos coincidentes con el interés nacional – democracia, progreso, igualdad, respeto y tolerancia – con los que la ciudadanía se identificó plenamente.
Dicho esto, vale la pena reflexionar acerca de cómo resolver los vicios crónicos del sistema inaugurado en 1983 que no son pocos; sobre todo los que tienden a agravarse. Como sociedad nos debemos este debate, con la democracia ya consolidada y para siempre.
COMITÉ U.C.R.
MARÍA GRANDE
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