El país necesita un partido
sistémico, extendido por todo el territorio, que armonice los distintos
intereses sectoriales y tenga capacidad de gestión
Las democracias no funcionan si
carecen de partidos capaces de alternarse en el poder.
Un gobierno,
si es elegido libremente, tiene legitimidad de origen; pero si no tiene
oposición es antidemocrático aunque no lo quiera: la hegemonía deriva siempre
en autoritarismo.
Es por eso
que la oposición resulta, en toda democracia, indispensable; pero sólo puede
llamarse opositor el partido que tiene capacidad de sustituir. Es decir, un
“partido de poder”
Las fuerzas
políticas que disienten con el gobierno pero no pueden ofrecer un recambio son,
en verdad, sindicatos de críticos, que hostigan al gobernante y procuran
influir sobre la opinión pública, pero se debaten en la impotencia.
En Gran
Bretaña hay, representados en el Parlamento, once partidos. Pero si no
estuviera el Laborista, el Conservador no tendría rivales. Gobernaría sin
contrapeso ni alternativa.
En Francia
hay diecisiete partidos, todos con representación en la Asamblea Nacional o el
Senado. Pero, hoy, sólo el Socialista y UPM están en condiciones de sustituirse
el uno al otro.
En Estados
Unidos hay 28 partidos menores. Pero únicamente el demócrata y el republicano
pueden llegar al gobierno.
En la actual
democracia argentina hubo, entre 1983 y 2003, una situación semejante. En 1983
los candidatos a Presidente fueron ocho, pero entre Raúl Alfonsín e Ítalo Luder
cosecharon 92 por ciento de los votos. En 1989 fueron diez los candidatos, pero
Carlos Menem y Eduardo Angeloz sumaron 80 por ciento. Y en 1999 hubo otra vez
una decena de candidatos, pero Fernando de la Rúa y Eduardo Duhalde se
repartieron 87 por ciento.
Un triunfo
de 54 a 17, como el que se registró hace dos años, anula la democracia. Para
recuperarla, no basta con formar alianzas.
Según la
politóloga irlandesa Theresa Reidy, los únicos que pueden turnarse en el poder
son los partidos “sistémicos”.
Un partido
sistémico se extiende por todo el país; no está reducido a una región,
provincia o ciudad. Es, por otra parte, un partido que procura armonizar
los intereses de distintos sectores sociales; no de uno solo de ellos. Lo único
que no puede hacer es conciliar con aquellos que, a uno y otro extremo
del espectro político, abjuran de la democracia.
Si un
partido sistémico pierde la capacidad de disputar el poder, es ilusorio que la
improbable unión de los pequeños partidos locales o testimoniales no da
lugar a una alternativa.
Sin embargo,
destaca Reidy, “la Historia nos dice que, aun cuando la política es un proceso
evolutivo, los partidos sistémicos, una vez que se han establecido, rara vez
desaparecen”.
Hay, en
épocas de crisis, políticos que fundan partidos a su imagen y semejanza,
suponiendo que pueden llegar con ellos al poder. Es un espejismo. No hay razón
para que el minero de Catamarca, el agricultor de La Pampa o el pescador de
Tierra del Fuego se sientan representados por un candidato narcisista y alejado
de sus realidades.
Distinto sería
el caso si el mismo candidato emergiera de un partido con tradición,
organización y dirigencia en todo el país.
A falta de
otra fuerza que reúna las condiciones de un partido sistémico, la democracia
argentina depende de que la UCR recupere –con ideas frescas y nuevos
liderazgos—su condición de partido de poder.
Después de
haber sacado dos porciento en una elección presidencial, y haber concurrido a
la siguiente sin candidato propio, el radicalismo inició su reposicionamiento, en
2011, con la candidatura de Ricardo Alfonsín.
¿Cómo
continuará ese proceso? ¿Se conformará esta UCR para liderar la oposición.
¿O tendrá la necesaria vocación de poder?
Por
supuesto, tengo mis propias respuestas, y estoy dispuesto a cumplir un rol en
lo que, a mi juicio, debe ser el nuevo radicalismo.
No obstante,
la semana pasada tomé distancias y quise medir –como si fuera otra vez el
periodista independiente de otras épocas— la actitud de los principales
dirigentes de la UCR nacional. Les pregunté a ellos qué radicalismo
quieren ayudar a construir.
El
presidente, Mario Barletta --que tiene el mérito de haber recuperado la unidad
partidaria-- me dijo que el radicalismo debe “vertebrar un Frente Nacional para
las elecciones presidenciales del 2015”. Ernesto Sanz me aseguró que, para
vertebrarlo, el radicalismo tiene, entre otras cosas, “la capacidad de
gestión”, a juicio de Sanz demostrada “en los gobiernos locales”, y “el ímpetu
de las nuevas generaciones”. Ímpetu que advertí en Lucio Lapeña, presidente de
la Juventud Radical, quien me definió al radicalismo como “el único partido con
el potencial necesario” para llegar al poder en 2015, por su “racionalidad,
pragmatismo y fortaleza democrática”. Claro que antes vienen, este año, las
primarias y la elección octubre. Julio Cobos no dudó en aseverarme que esos
comicios definirán, con la “decisiva participación” del radicalismo, “el nuevo
rumbo del país”.
Como lo
sugiere Barletta al hablar de un Frente Nacional, el nuevo radicalismo no debe
rehuir la suma de esfuerzos con otros partidos. Ni puede descartar que, llegado
al poder, sea necesario formar un gobierno de coalición.
Si se
recompone como partido de poder, no lo debilitará compartir el gobierno. Al
contrario, podría galvanizarlo.
Lo importante,
no ya para el radicalismo sino para la democracia, es que el único partido
sistémico no peronista, la UCR, busque apoyo en otras fuerzas para llevar
adelante un proyecto común. UNEN puede ser, en la Ciudad de Buenos Aires, el
embrión de un fenómeno político.
La Argentina
volverá a tener una democracia plena cuando sea posible disputar, mano a mano,
el poder con el mutante peronismo.
No falta
mucho.
Restará que,
más allá de su aptitud para llegar al gobierno, peronistas y no peronistas
sepan qué hacer con el país. La alternancia es condición necesaria pero no
suficiente.
Para
recobrar liderazgo, el radicalismo deberá probar, en el Congreso a inaugurarse
el 10 de diciembre, su capacidad para convertir en realidad el vasto potencial
de la Argentina.
Fuente: Clarín
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